PEREGRINO AL INTERIOR
DEL CORAZÓN
Ernestina y Pedro
Álvarez Tejerina
INTRODUCCIÓN: EL HOMBRE QUE CAMINA, HOMO VIATOR
Paraos en los caminos a mirar,
preguntad por la vieja senda:
“¿Cuál es el buen camino?”;
seguidlo, hallaréis reposo.[1]
Desde la
ventana del monasterio los veo caminar hacia Santiago de Compostela. Vienen de
todos los lugares y países, solos o en grupos, andando o en bicicleta. Son los
peregrinos, “los que caminan por tierra extraña”. Ahí radica la gran dificultad
de la aventura que emprenden, porque lo “extraño” es algo que no resulta
familiar, ajeno, en lo que no sabemos cómo “manejarnos”. Echan a andar sin saber qué les espera -
aventura completa-, ¿dónde pararán?
Todo ser
humano es peregrino, porque siempre está por hacerse. La peregrinación que
emprenden no es más que una representación abreviada, sintetizada, del camino
de la vida.
No puedo dejar
de preguntarme por qué os habréis puesto en marcha. No sé si lo sabéis, pero el
primer hombre que salió en peregrinación por orden de Dios fue Abrahám: “Sal de
tu tierra, de tu patria y de la casa de tu padre, hacia la tierra que yo te
mostraré” [2].
Con una
extraordinaria sencillez, el libro del Génesis nos relata la respuesta ante
esta llamada divina: “Marchó, pues, Abrahám como se lo había dicho el Señor”[3].
La Sagrada Escritura nos presenta siempre la peregrinación como una
respuesta a una invitación que se escucha y obedece. Quizás sea también tu
caso, peregrino. Has sentido dentro de ti una inquietud, un deseo de ir más
allá de ti mismo. Te entiendo muy bien, porque ese mismo sentimiento fue el que
me movió a venir al monasterio buscando “algo más”.
Tú y yo, en un momento determinado, nos hemos sentido como arrancados de nuestro seno, a merced
de impulsos que nos alejaban de nosotros mismos, atrapados en una malla de
fenómenos ilusorios e invadidos por una honda insatisfacción. Hemos cortado las
redes que nos inmovilizaban, cerrado puertas y ventanas, y emprendido un
camino, sin conocerlo; guiados, únicamente, por un anhelo.
No puedo acompañarte
físicamente, pero te propongo realizar juntos el viaje para ayudarnos
mutuamente.
Tú tendrás que seguir
los surcos en la tierra árida; afanarte, con sudor, en deshacer sus terrones,
descender por escarpados acantilados y ascender colinas...
Desde mi celda, yo viajaré hacia las
profundidades del ser humano y de la vida. Te pudiera parecer, a simple
vista, que son caminos opuestos, pero no es así. Tú debes acompañar tus pasos
con un viaje interior que dé sentido a tu caminar, porque si no lo haces, ¿a
dónde llegarás?, ¿a dónde, si todo va a acabar en Santiago de Compostela?
Serías el más
desdichado de los hombres si el trabajo que vas a hacer se quedara en “un mero
esfuerzo físico”. Pero sé que tú vas, como yo, hacia delante en pos de un mayor
grado de dignidad y elevación de ti mismo evitando cualquier retroceso. Esto
solo lo conseguirás con un movimiento de retorno hacia tu interior, hacia el
ser.
Caminamos
hacia “un encuentro”. Quien quiera que se pone en marcha persigue hallar algo,
alguien, más allá de sí mismo: la
felicidad, el Absoluto, el Ser, Dios, el Padre... Esto es lo más grande que
podemos llevar a cabo en nuestra vida, el milagro más extraordinario que
existe.
No sé si te habrás dado cuenta,
pero, en un instante preciso, desde la eternidad fijado, dos vidas empiezan a
aproximarse, caminan a su encuentro. Asombroso es que, dos existencias tan
lejanas, puedan llegar a coincidir. ¡Qué
disparidad! Uno de ellas: Dios, omnipotente; la otra: el hombre, criatura
limitada. Parece imposible querer sintonizar un corazón de carne con la fuente
del Amor. En esta aventura cada uno aporta su persona, su mensaje, pero ¡tanta
distancia les separa! ¿Cómo se unirán? -¡abismo insalvable!-. Indagar,
rastrear, buscar, situarse en la dirección..., sí puede hacerlo el hombre; pero...
¿llegar?
Tendrán que coincidir
las miradas que se buscan, apretarse con fuerza las manos que se encuentran,
fundirse en uno los dos corazones que se aman. Si el hombre no puede subir, el
Absoluto deberá bajar, desvelar su secreto, acoger cuanto existe, arrodillarse;
incluirse, sobrecogedoramente, en lo creado. ¡Romperse! Aceptar la torpeza de
sus criaturas, sus maneras deformadas de quererle, el desvarío de sus
manifestaciones, y todo ello... ¿por qué? Intuyo que solo si empezamos el viaje
lo descubriremos.
Para llevarlo a buen término, tendremos que dejar ataduras, pertenencias y hasta las últimas
migajas del mundo. Deberemos prestar atención a las señales del camino:
unas nos van a limitar la velocidad, otras nos indicarán que tengamos cuidado y
otras nos animarán a correr como el hombre que, al ver desde lejos a un amigo
muy querido, corre para estrecharlo cuanto antes. Y, sobre todo, abrazarnos a
la paciencia y a la constancia que van a ser dos armas imprescindibles e
invencibles para nosotros.
Constantemente vas a notar mi presencia junto a ti y a escuchar mi voz
que te susurra: “Sigue, no
temas, la nada solo es espejismo del desierto”.
Y, al final, ¿qué?: solo
el que acepta la invitación entra al banquete, cena, descubre y celebra.
E-ultreia (¡adelante!).
E-suseia (¡arriba!)
Mira como el Señor en su bondad te indica el camino de la vida. Ceñidos, pues, nuestros lomos
con la fe y la observancia de las buenas obras, tomando por guía el Evangelio,
sigamos sus caminos para que merezcamos ver a Aquel que nos
llamó a su reino.
Regla de San Benito
No hay comentarios:
Publicar un comentario
¿Qué te ha parecido? ¿Cuál es tu opinión?